viernes, julio 25, 2008

Dos modalidades de injusticia

Es un comportamiento corriente que los operadores jurídicos primarios cada vez que resienten los efectos normales o coactivos de las normas jurídicas digan que esos efectos son en cierta forma injustos. Su causa radica en la biología y el hecho de que el cuerpo se siente en desventaja cuando se le aplica constricción y en cierta situación de placer cuando se le hace expandir.

Más allá de esa biología que el derecho debería tomar en cuenta para diferenciar las sanciones positivas (premios) y las sanciones negativas (castigos) de las normas jurídicas, hay que indagar qué se quiere decir, cuando se señala que las normas jurídicas, cualquiera que sea su modalidad, son injustas.

Para David Lyons la versión extrema del derecho natural que niega legalidad a lo que es injusto, es una teoría que debe ser reformulada a fin de determinar un concepto de justicia plausible. Para ello introduce el concepto de justicia formal que distingue la "justicia de la ley" de la "justicia en su administración". Bajo este esquema son formalmente justas aquellas decisiones que acatan o concuerdan con la ley y aquellas que la administran de modo similar para los casos iguales; sólo en el supuesto de que esos requisitos sean defectuosos (como cuando la ley establece ciertos requisitos legales que no pueden ser cumplidos o cuando la ley sanciona a un individuo al cual le es imposible prever las consecuencias de la disposición) se puede hablar de una necesidad de corrección, pero no de una injusticia. El estatuto ontológico de la ley, y no propiamente la moral, determina cuáles son los requisitos a fin de que sea debidamente cumplida. Por esta causa se entiende que Lyons distinga la justicia en la propia ley y la justicia en su administración, y en donde lo justo está en el seguimiento de los dictados de la ley-independientemente de su contenido-, cuando la injusticia se presenta cuando el funcionario encargado de administrar la ley actúa en forma egoísta, parcial, o prejuiciosa.

Esta distinción de Lyons es plausible en la medida que se refiere a la legitimidad de los sistemas jurídicos bajo la condición de que mantengan una justificación ética universal aceptable y, lo más importante, una coherencia entre el dictado de la ley y lo que aplica el funcionario de justicia cada vez que tiene que decidir los casos jurídicos en conflicto.

Por esta causa, con la propuesta de Lyons, deberíamos superar la supuesta necesidad (por demás sólo demagógica y discursiva) de que los sistemas jurídicos tengan justificación ética. Eso es un Perogrullo, pues no debemos perder de vista que las respuesta a este cuestionamiento van en dos caminos entrampados: las posiciones que niegan que haya una relación entre derecho y moral (como en Kelsen quien sostiene que una norma jurídica es válida aun y cuando contradiga el orden de la moral) y los autores que suponen una relación estrecha entre moral y derecho (como Dworkin quien sostiene que el derecho es una mezcla de normas y de principios, éstos últimos sustentados en la moral política). Las suposiciones de Kelsen y Dworkin, por ejemplo, vistas cada una en su dimensión, son parcialmente aceptables, porque es cierto que no puede existir un sistema jurídico si no tiene ética, es decir, si no contiene un catálogo de normas éticas básicas de reconocimiento y respeto de la igualdad y la autonomía individual de los seres humanos (por lo cual Kelsen se equivoca al defender una relatividad moral "absoluta") así como es cierto que un sistema jurídico seguirá teniendo validez aun y cuando sea incoherente frente a los sistemas morales, económicos y políticos de referencia (por lo cual yerra Dworkin al hacer depender la validez de un sistema jurídico de compromisos morales).

Por ello, todos los jueces y administradores de justicia en general, deberían tener en cuenta que la recriminación de injusticia que objetivamente se les puede hacer, depende en última instancia de un proceso formal identificable mediante el cual haya coherencia entre la ley y su administración, y no en las perennes y subjetivas discusiones sobre la conexión imposible o contingente entre razones morales y normas jurídicas.

Cfr. LYONS, David. Aspectos morales de la teoría jurídica. Ensayos sobre la ley, la justicia y la responsabilidad política. Traducción de Stella Alvarez. Gedisa. España. 1998. pp. 17 y ss; pp. 41 y s.

viernes, julio 04, 2008

Dogmática jurídica: entre la química y la ufología

Hemos dicho que la cientificidad del derecho es problemática. Acá unas afirmaciones que ahondan en esa suposición nada gratuita.
La discusión en torno al estatuto gnoseológico de la ciencia jurídica va en dos direcciones. Los partidarios de la primera opción argumentan que la cientificidad del derecho está determinada en buena medida por su pertenencia a la especie de las ciencias del espíritu. Los partidarios de la opción segunda contradicen a los primeros alegando que la cientificidad sólo se puede aplicar a las disciplinas que explican las relaciones causales entre fenómenos. Un ejemplo algo burdo puede explicar esta distinción. No cabe duda que el químico cuando analiza la estructura de las moléculas puede abstraerse metodológicamente de ellas (aunque diga que las moléculas son, por así decirlo, su más grande adoración), cuando al jurista al estudiar la praxis normativa le es difícil abstraerse de sus propias operaciones, que son campo propicio, por cierto, de su construcción científica (por más que diga que lo que él hace, en su Facultad, es ciencia en sentido estricto).
Hay que observar la aporía en la que caen los juristas que se dicen neutrales con relación al campo temático del que parten. Cuando un autor analiza al derecho propone la separación metodológica entre su intención de describir o de prescribirlo, es decir, la clásica diferencia entre lo que el derecho «es» y lo que el derecho «debe ser». Cuando el mismo autor desarrolla su trabajo encontramos que no cumple con su cometido. Hay que entender la causa de esta situación peculiar. Desde cierto punto de vista la perspectiva gnoseológica del derecho merece que se realicen acciones de explicación y de valoración a la vez. No es posible hacer una sola de las cosas porque explicar el derecho no es lo mismo que explicar la composición de una roca, tomando en cuenta que cuando el jurista va a describir el derecho tiene que utilizar metodologías de justificación. El zoólogo, por ejemplo, se puede abstraer de su campo gnoseológico, describiendo en forma pura un objeto, pero no sucede lo mismo con el jurista quien al analizar o describir el derecho no puede abstraer que la propia operación humana de descripción que él realiza es en realidad una justificación que se envuelve en el proceso y producto de la misma explicación a construir.
La gnoseología del derecho - es decir, el estatuto científico de lo que se llama ciencia jurídica- que defendemos pretende no ser unívoco, sino analógico. Lo anterior dado que rechazamos las tesis del positivismo científico clásico según el cual hay una imposibilidad de fundamentar el conocimiento científico para las disciplinas del espíritu y, por lo tanto, su carácter de ciencias puesto que el «sujeto» de conocimiento no puede convertirse en «objeto» (en cuyo caso extremo habría que negarle viabilidad ya no digamos científica sino ante todo éfectiva a la psicología), y por otro lado, afirmamos que el grado de cientificidad de las disciplinas sociales es menor o débil si lo comparamos con del grado de cientificidad de las ciencias formales, sin que esta peculiaridad elimine o desmerité ese estatuto científico, que por lo demás es problemático, como hemos venido insistiendo. Con esta asunción evitamos dos fronteras que nos conducen a cascadas sin punto que amortigüe el impacto: 1) la limitación discriminatoria estricta de las ciencias según la cual sólo algunos campos son científicos, y todo lo demás es mera producción técnica (en el sentido de tecné en griego), artística o cultural, 2) la gran y enorme facilidad con la que actualmente se generaliza la nota de cientificidad a cualquier material de conocimiento que esté en boca de todos (como la numerología).

Al respecto es interesante el plantemiento de Slavoj Zizěk, quien al realizar un análisis desde la perspectiva lacaniana del filme Matrix de los hermanos Wachowsky, manifiesta el dialógo de sordos que hay entre la ciencia oficial, la seria, la académica y la institucionalizada, y el vasto dominio de las llamadas seudociencias, desde la conocida ufología hasta la ciencia que pretende describir los secretos inmersos en las pirámides. El planteo de Zizěk reinterpreta el desprecio y el dogmatismo de ambas posturas porque o sólo es ciencia lo que se produce en la academia o en las universidades, o bien en la actualidad -donde todo se democratiza- sólo es científico todo aquello que motive consensos y acuerdos entre los expertos, a pesar de no tener un recorrido científico tradicional u oficial. Ambas posiciones, dice el esloveno, deben ser evitadas: “… las teorías conspirativas no deben aceptarse como “un hecho”; sin embargo, tampoco se las debería reducir a un fenómeno de histeria moderna de masas.” (1)

De lo que se trata en primera instancia, no es de reconocer o negar el carácter científico a la ciencia jurídica, ya que esta discusión está superada bajo las coordenadas de los diversos caracteres empíricos, convencionales, productivos, entre otros, de la labor de los juristas. Lo que en realidad está a discusión es la propia determinación del tipo de «cientificidad» del derecho, es decir, de la forma en que se manifiesta la nota gnoseológica de la ciencia del derecho.
Parece, al final, muy claro que la idea de ciencia en el derecho es diferente a la ciencia que tiene como campo temático a los animales, las plantas, los cristales, los astros, los virus, por mencionar algunos casos, aunque tampoco puede dejar de considerarse un campo científico. Si vale la expresión contra todos los cánones de no contradicción que enseñó Aristóteles, podríamos finalziar diciendo que el derecho es una ciencia al mismo tiempo que no lo es.
(1) ZiZĚK, Slavoj. La suspensión política de la ética. traducción de Marcos Mayer. Fondo de Cultura Económica. Argentina. 2005. p. 159.