martes, diciembre 18, 2007

Razones teóricas y razones prácticas

Una de las aristas más recurrentes en el debate jurídico actual consiste en la delimitación de si el conocimiento jurídico trata de «razones teóricas» o de «razones prácticas».
Desde tiempos remotos, la filosofía y la ciencia han dividido el campo de conocimiento en dos sectores: lo teórico y lo práctico, como mutuamente inconciliables e irreductibles, como si no tuvieran puentes de comunicación. Aristóteles con episteme y phronesis, los escolásticos, retomando las doctrinas de éste, con la distinción entre De rebus divinis (sobre las cosas divinas) y De rebus humanis (sobre las cosas humanas), y ésta a su vez entre practica y rationalis, Kant con razón pura y razón práctica, y recientemente, entre racionalidad teórica y racionalidad práctica. Estas distinciones en forma desafortunada han segmentado la analogía –semejanzas y diferencias- entre un pensamiento que no es tal si no se pone en marcha, si no se implanta en la realidad, si no se practica, y por otra parte, una praxis que no puede actuar por sí misma si no es con la conducción del pensamiento.
Antecedente natural de este debate tiene que ser el modelo científico positivista que apostó por un paradigma descriptivo y neutral de construcción científica en el derecho, lo cual condujo a intentar abstraer los intereses, carga emotiva y toma de posición del sujeto gnoseológico frente al objeto que se analiza. La propuesta del positivismo, para sus críticos, es una construcción parcial e ideológica, porque supone un desconocimiento de las condiciones problemáticas o dialécticas que acompañan a la ciencia del derecho, como ciencia que más allá de seguir el molde de descripción de su objeto, también lo determina, nos dice qué hacer, y por lo tanto lo justifica. En ese campo crítico, se dice que no solamente tenemos razones teóricas para conocer el derecho, sino que también tenemos razones prácticas para actuar, para hacerlo funcionar.
La dicotomía que se delinea a los juristas parece consustancial y fundamental, pero incluso, quizá valga la pena mencionar que su naturalidad se debe a un proceso histórico cuya cúspide se alcanza en la modernidad. En una entrevista realizada a Heidegger, éste menciona que para los griegos «la teoría misma era la más alta práctica». Sólo después de la preponderancia de la racionalidad matemática y deductiva pudo generalizarse la separación entre teoría y práctica, lo cual también produjo los grandes problemas de las ciencias actuales, que separan la especulación de la acción.

En específico, en el mundo del derecho, cuando se sostiene que la autoridad jurídica depende de decisiones que suministran razones perentorias al margen de su contenido, se apela a un formalismo e idealismo ad hoc que retoma la escisión entre razones teóricas y razones prácticas. Tal suposición parece parcial porque jurídicamente no se puede actuar sólo a través de decisiones desligadas y ciegas frente a la teleología y axiología que está adyacente a esas acciones, así como tampoco se puede sostener que el cauce de las decisiones jurídicas únicamente tiene como referente los contenidos de justicia, cualquier cosa que ella signifique.
En todo caso, lo más prudente es un binomio entre justicia e institucionalidad como posible diferencia específica del derecho respecto de otros órdenes normativos (dada la racionalidad formalista todavía prevaleciente), en tanto que las acciones perentorias caracterizadas por su implantación jurídico-coactiva, son pura fuerza si su objetivo directo, siempre contingente no lo es la justicia en sus modalidades de universalidad-particularidad, principios-intereses y estático-dinámico. En suma, un tipo de hilemorfismo jurídico - forma y contenido del derecho- o de teoría y praxis análogamente consideradas.

Con base en la perspectiva analógica que hemos adoptado, diremos que el derecho opera con una proporción razonable de cognitivismo y de decisionismo jurídicos. El trágico enfrentamiento entre la negación de la actividad cognitiva judicial y la correspondiente asunción del volitivismo jurídico y la pura asunción del cognitivismo con rechazo del decisionismo, debe ser rechazado por una postura analógica que supone una conjunción de actividades para el operador del derecho (cognitivas y valorativas), y cuya ponderación hacia los extremos en todo caso dependería de la presencia de los llamados casos difíciles o fáciles. Entre más fácil el caso mayor cognitivismo, entre más difícil mayor valoración.
Juristas cuya misión es describir el derecho para operar deductivamente la consecuencia jurídica y, también, evaluar y guiar la conducta humana convirtiéndose en un demiurgo social.

Cuatro modelos de ciencia para el Derecho

Vega se pregunta sobre el sentido en el qué es posible hablar de la «ciencia del derecho» como una ciencia. A la conclusión que llega es que la cientificidad del derecho es débil, poniendo con esa caracterización dos elementos del derecho en duda: uno, el carácter científico de la dogmática jurídica, y dos, la supuesta cualidad neutral o descriptiva de esta disciplina.[1]
Para explicar su visión de la ciencia del derecho, Vega aclara que al sintagma «ciencia del derecho» corresponden dos sentidos:
  1. uno objetivo, según el cual el objeto derecho es un objeto acabado, dado con anterioridad a la construcción científica que a ese campo se refiere, y
  2. uno subjetivo según el cual lo que se conoce como «ciencia del derecho» es un campo gnoseológico muy próximo al derecho, incluso bajo la perspectiva de que la ciencia está ya contenida en el mismo derecho.[2]

De entre las dos opciones, Vega defiende la dimensión subjetiva, rechazando el positivismo jurídico cuya versión intenta fundamentar el carácter científico-objetivo de la ciencia jurídica, como si el campo de arranque fuera ya un campo previamente determinado e independiente a la construcción técnica o teórica. Para entender la idea de «ciencia en el derecho», que expresaría el sentido subjetivo genitivo señalado, Vega recurre a las cuatro grandes acepciones de ciencia que expone Bueno en ¿Qué es la ciencia?:

1) ciencia como saber hacer,
2) ciencia como sistema de proposiciones derivadas de principios,
3) ciencia en sentido moderno, y
4) ciencia en el sentido contemporáneo.[3]

La primera visión de la ciencia la define como una técnica o un saber hacer de acuerdo al modelo griego histórico.

La segunda visión es la que se deriva de los segundos analíticos de Aristóteles.

La tercera dimensión representa el paradigma de ciencia, precisamente porque ella implica la superación de los modelos de ciencia de la escolástica y la metafísica a través de la revolución científica e industrial, cuyo máximo exponente es por supuesto Augusto Comte; en ese sentido por ciencia sólo se pueden entender los campos de conocimiento que puedan ser sometidos a la experiencia y, como consecuencia, aquellos contenidos metafísicos que no pueden ser comprobables no podrían constituir ciencia.

El cuarto modelo, como superación histórica del tercero, ha ampliado el panorama de la ciencia del positivismo clásico y ha por ello redefinido la separación de la ciencia en dos grandes campos: el de las ciencias en sentido estricto (ciencias naturales) y las ciencias en sentido débil (ciencias humanas), ciencias humanas que se levantaron en respuesta a la teoría de la ciencia positiva. Dice Vega que el cuarto modelo de ciencia, el contemporáneo, tiene como ciencia humana por excelencia a la sociología, bajo cuya luz la ciencia del derecho debería inscribirse a menos que quiera quedarse como un mero saber técnico, prudencial, dogmático; sólo el modelo de ciencia sociológica permite determinar las ciencias en su sentido humano, como si fuera «organon de todas las ciencias humanas», la ciencia humana por excelencia, de forma tal que el papel de la ciencia jurídica bajo este paradigma no fue central sino más bien periférico.[7]

No debemos pasar por alto, nos dice Vega, que el modelo científico de la ciencia del derecho proviene de los lineamientos dados por el patrón antiguo de ciencia, con la clásica división de ciencias teóricas y ciencias prácticas, cuyo máximo exponente es Aristóteles (epistéme y techné-phrónesis). Esta distinción tiene una honda raíz en la dicotomía necesidad-contingencia, a partir de la cual la ciencia sólo se construye en los campos que son por necesidad, no así en los que son por contingencia, y en donde las cuestiones prácticas contingentes no son susceptibles de teoría (recordemos el topos según el cual el fuego es en todos los lugares el mismo; sin embargo, las constituciones políticas de un lugar a otro varían).

Sobre esa base están dadas las condiciones para que las ciencias prácticas se encuentran ante un dilema que las conduce a una aporía difícil de superar: no pueden ser ciencias verdaderas en tanto sean disciplinas prácticas, pues las verdaderas ciencias son sólo de la necesidad, las de epistéme; y si pretenden adquirir el estatuto de ciencias tendrán que serlo en el sentido especulativo o teórico, con lo cual dejarían su eminente carácter práctico o contingente. [5]

Con su exposición, Vega puntualiza que aun hoy no está definida con claridad la separación entre la ciencia o conocimiento del derecho y la actividad o práctica jurídica prudencial, pues tan es jurisprudente el teórico del derecho como lo es el jurista práctico. Considérese que la ciencia jurídica se elabora dentro de un campo eminente de decisiones prácticas, orientadas a la acción, y que esa praxis en buena medida se desarrolla mediante la ciencia jurídica, sin cuyo concurso el jurista se perdería en el interminable mar de disposiciones jurídicas: unas en aparente calma, las más en tremendas tormentas.

Con esta condición, no queda sino reconocer que la cientificidad del derecho se encuentra en una extraña posición proporcional entre un saber que se orienta a la acción, siempre contingente, y un saber que se deriva del campo teórico, que busca afanosamente establecer principios universales y necesarios que delinean la única y verdadera idea del derecho.


[1] VEGA, Jesús. La Idea de Ciencia en el Derecho. Pentalfa Ediciones. España. p. 13. Ahora bien, más adelante anota Vega que poner en duda la cientificidad del derecho tampoco implica o «no puede ser un argumento para un definitivo escepticismo o irracionalismo gnoseológico acerca de la racionalidad jurídica». (p. 804). Negar la cientificidad del derecho no equivale a dar entrada a posiciones metodológicas extremas como aquellas que reducen el derecho a la pura voluntad con lo cual el acto jurídico sería puro poder, pura fuerza, ni tampoco a asimilar la cientificidad del derecho a la de la sociología de forma que los actos jurídicos fueran hechos sociales.
[2] VEGA, p. 25.
[3] VEGA, pp. 39 y s.
[4] Vega, p. 48 y ss.
[5] Esta condición de una ciencia práctica que opta por un método teórico es imposible gnoseológicamente, aunque no ideológicamente, según dice Vega. Una buena muestra de este ideal de aplicación estrictamente teórica a un campo práctico es Spinoza, quien quiere demostrar la ética según un método geométrico, mecánico, racional que se separe de la forma tradicional de analizar el tema, es decir, escolástico-prudencial.
[6] Vega, p. 60.
[7] Vega, p. 65.