jueves, agosto 07, 2008

El cortocircuito del estado de derecho

Cuenta la teoría jurídico-política contractualista que el Estado se creó –allende sus diversas variantes- para proteger la libertad, la propiedad y la seguridad de los individuos. De un supuesto estado de naturaleza donde imperaba el desorden y el caos y en donde no había ley que valiera porque imperaba la ley del más fuerte, se pasa a un estado civil donde cada uno de los individuos cede parte de su libertad para conformar un nuevo ente protector de esos bienes individuales mediante la unificación y centralización del poder para decidir las disputas y evitar al infinito los argumentos sobre la asiganción de esos bienes jurídicos.

Como tal, la teoría contractualista ha sido plausible para la teoría jurídica moderna porque dota de un sentido positivo al hecho histórico y empírico de que, en algún momento, alguien tuvo que tomar ilegítimamente el poder y darle validez a través del derecho, esto es, volver derecho algo que retroactivamente no lo era. Simbólicamente la propuesta de esa teoría permite crear figuras imaginarias que nos impiden regresar al infinito con cuestionamientos contranormativos sobre la validez del derecho de hoy realmente existente. En ese sendero, si se respondiese esa pregunta se tendría que asumir el enfrentamiento con el postulado traumático de que el derecho surge precisamente del no derecho, es decir, que el orden legal emerge del rompimiento de un orden previo. En ese sentido, se debería superar la paradoja de que el origen del derecho es una ilicitud, superación necesaria porque no podemos jurídicamente operar bajo la esquizofrenia agustiniana –transliterada al derecho- de un ser humano (el derecho) que nace en el pecado (la usurpación del tirano) y cuya función es superar ese estatuto maculado (¿no rompe el primer constituyente con todas las reglas?).

Si retomamos la viabilidad del principio de legalidad y del estado de derecho en los días que corren, advertimos que ellos conducen la más terrible de las contradicciones en estos momentos en que se discute el papel que el Estado puede afrontar en condiciones de fragilidad, debilitamiento y porosidad institucionales. ¿Si el Estado surgió para proteger racionalmente (civilmente) al individuo de los ataques irracionales (naturales) de otro u otros individuos, cómo es posible que actualmente se esté imponiendo la tesis según la cual es necesario, ya no digamos el concurso (la coparticipación), sino la asunción por parte de los individuos (particulares asociados o atomizados) de aquellos roles considerados en la modernidad estratégicos para el Estado? (el caso más significativo es el de la privatización de las cárceles -seguridad-, de la renta petrolera -propiedad-, y de las funciones liberales -ciudadanización y relativización de todos los procesos burocráticos).

¿No es un cortocircuito jurídico terrible que, en ánimo de dotarse de validez, ese alguien que actúo en la modernidad utilizando la figura del estado de derecho para someter a los súbditos a la norma, paulatinamente nos haya ido mostrando -a partir del rompimiento del estado de bienestar y con nitidez abrumadora hoy en día- que el estado de naturaleza, es decir, la ley del más fuerte retoma el papel de designación de las atribución de libertad, propiedad y seguridad? (narcotráfico, armas, grupos económicos y hegemónicos, etc.)

El estado de naturaleza no se ha cancelado, sigue tan presente como desde el primer día. Y ahora que lo hemos descubierto, debemos tomar consciencia de que el principio de legalidad es un puente de mediación entre dos extremos que oscilan sin principio ni fin: uno representado por la efectividad de la pulsión de muerte freudiana (no podemos aniquilarnos todos, unos a otros), y el otro representado por el deseo de inmortalidad (tampoco estamos en posibilidad de vivir en perenne armonía).
La diferencia entre cumplir y no cumplir con la norma, es un juego que así como comienza, termina, y así como termina vuelve a iniciar…